Río Santa Cruz (0): el camino del agua
Viernes 1º de junio del año 2018 y casi que el agua para el mate está lista. Tan solo pasaron dieciséis minutos desde que el reloj de la cocina decía que eran las seis de la tarde pero ya es de noche en Buenos Aires. Me cuesta un montón sentarme a escribir y el escritorio se me hace cada vez más grande y pesado. Sé que todo está en la cabeza dando vueltas y solo es cuestión de acomodarlo un poco para hacerlo llegar hasta las puntas de los dedos, pero les puedo asegurar que para alguien que constantemente tiene una cámara en las manos, y usa la fotografía para contar cómo ve el mundo, esto de hacer ruido con el teclado es todo un desafío.
Hoy casi dos meses después, con la certeza de que soy de los que creen que los viajes empiezan a cobrar sentido a medida que pasa el tiempo, me siento a escribir con cierta nostalgia (y un poco de olor a estepa) esos días en la Patagonia austral donde con una bicicleta, comida para dos semanas y un bote inflable unimos la Cordillera con el mar.
Ya son las siete y se está terminando el primer termo de agua caliente. Afuera llueve y tardé casi una hora en escribir estas palabras. Esto si que va a ser una aventura.
Marzo en Buenos Aires: una semana antes del vuelo
Quilombo. Todo es un quilombo. Mientras intento y pruebo todas las formas posibles para hacer entrar el equipo en un par de bolsitos, transpiro a la sombra. Ya desde hace un par de días cambié los mates por el tereré y medio que cada tanto puteo contra el fundamentalismo minimalista cuasi religioso en que me veo envuelto: el bikepacking, algo así como viajar en bicicleta pero sin alforjas llevando lo estrictamente necesario (por ejemplo, un solo calzoncillo) en unos bolsos que se agarran al cuadro y al manillar. Hasta acá todo bien, puedo llegar a resolver el tema de la ropa, equipo de camping y comida en este diminuto espacio… ¡pero el problema es dónde meto el bote inflable, remo, traje seco y chaleco salvavidas!
Aunque cueste creerlo, ahí sobre la Venzo Zeth esta todo lo necesario para un viaje
En la radio un meteorólogo habla sobre alerta naranja y olas de calor. Da tips sobre hidratación y mientras recomienda no salir a la calle si no es estrictamente necesario, entiendo por qué no estuve acá los últimos cinco veranos. Si ya de por sí para mi Buenos Aires es siempre un infierno no se imaginan lo contento que estoy con 40 grados de sensación térmica y una lista interminable de cosas no listas.
Llega el momento más crítico de todo viaje en bicicleta: embalar la bicicleta. Viviendo en Buenos Aires y viajando de esta manera son muy pocas (o casi nulas) las chances de que salgas pedaleando directamente desde tu casa y eso siempre implica que una vez logrado el equilibrio cósmico de que cada cosa esté en su lugar y funcionando, haya que desarmar todo para ponerlo en una caja de cartón abrazada con metros y metros de cinta con la esperanza de que no solamente llegue con vos a destino sino que además llegue sana y salva. A nosotros nunca nos pasó nada, pero escuchamos varias historias de viajes frutadas en aeropuertos.
7 AM. Costanera. Aeroparque. Estacionamiento. Check-in. Despacho de equipo. Pago de exceso de equipaje (¡que todavía no sé porqué salió mucho más barato de lo que pensaba!) y segundo desayuno. Ya está todo listo y café en mano nos sentamos con Jime frente a una de las ventanas que dan al Río de la Plata. Una sensación rara se siente en el aire. Como en una receta, en esta última semana se repitieron las mismas cosas que pasan siempre que una nueva aventura está por empezar: felicidad, y un poco de miedo. Las certezas de lo planificado se pierden entre la incertidumbre de lo desconocido y hasta la rutina de estar una vez más en el aeropuerto parece un déjà vu.
Pero solo hay un pasaje sobre la mesa y eso le da un giro a esta historia.
El Chaltén, Santa Cruz: semana cero
Quilombo. De nuevo todo es un quilombo de equipo pero ya estoy en la Patagonia y eso mejora muchísimo el paisaje y por sobre todo la temperatura. Este rinconcito adolescente del sur se convirtió en uno de esos lugares al que ya no sé cuántas veces volví y sospecho que en algún momento alguna de esas futuras vueltas será para echar raíces por un tiempo.
A veces no hace falta buscar demasiado ni ir muy lejos para encontrar tu lugar en el mundo
Los meses de planificación, mensajes, llamados y audios de Whatsapp se transformaron en horas de charla y cualquier cantidad de termos de mate. Por fin nos vemos las caras después de varios meses y por pura casualidad (o no) nos volvemos a encontrar en el mismo lugar. Hace un año El Chaltén había sido nuestro punto de partida para encarar La Carretera Austral cruzando la cordillera por el Lago del Desierto y ellos estaban acá sumando un paso más en su proyecto de hacer los 43 cruces de los Andes que hay con Chile. Con Javi y Sol nos conocemos desde el 2013 pero por cuestiones de mapas y proyectos nunca habíamos encarado ninguna aventura juntos hasta el día de hoy. A mediados de diciembre me contaron la idea del viaje y aprovechando que eran tres los packraft que tenían (unos botes inflables portables) me preguntaron si no quería sumarme. Al principio me encantó porque hacía rato que tenía ganas de bajar el Río Santa Cruz, pero mi plan era hacerlo en un kayak de travesía. Nunca se me había cruzado por la cabeza intentarlo en un bote inflable (en un río con costas donde abundan los espinillos), con poca capacidad de carga (¡llevando una bicicleta!), innavegable con viento (es unas de las zonas más ventosas del mundo) y encima en abril por aguas que están entre los ocho o nueve grados y en las que duraríamos solo algunos minutos en el caso de una caída.
La balanza de pros y contras no cerraba por ningún lado y a priori era una verdadera locura. Realizable sí, pero seguramente nos demandaría más de 10 días muchísimo esfuerzo, estando expuestos a riesgos reales, casi sin comunicación o vía rápida de escape. Una invitación con muchísimos motivos para decir que no pero con tan solo uno, más que suficiente y para no dejarlo pasar: el Santa Cruz es el último río glaciario libre de la Patagonia y esto lamentablemente ya tiene fecha de vencimiento. Era ahora o nunca.
Revisamos el clima una, dos, tres y hasta cuatro veces por día. Eolo es el amo y señor por estos pagos y toda la travesía dependía de él y sus ganas de soplar. Charlamos con kayakistas que ya habían tenido la oportunidad de bajar el río en más de una ocasión y todos coincidían que haciéndolo de la manera en que lo queríamos hacer íbamos a tardar más de diez días seguro. Hasta quizás dos semanas decían algunos. Esto implicaba hacer un buen cálculo de la comida ya que no íbamos a tener oportunidad de comprar provisiones en el caso de errarle a las cantidades. Los tres ya habíamos vivido la experiencia de cruzar la estepa de sur a norte cuando hicimos en bicicleta la Ruta 40 unos años atrás, sin embargo esta vez todo era muy diferente: nunca habíamos usado un packraft y si había algo que sí podíamos elegir era por lo menos tener buen clima los primeros días de río. Eso hicimos, pero en lugar de sentarnos a esperar miramos el mapa, armamos el equipo, preparamos las bicis y salimos en dirección norte para el Río de las Vueltas. Qué podía ser mejor que despejar muchas de las dudas que teníamos haciendo una pequeña prueba piloto.
Pedaleamos veinte kilómetros hasta Laguna Cóndor. La bordeamos por una de sus costas e inflamos por primera vez los botes. Era hora de pasar de la teoría a la práctica y habíamos visto que una de las mejores opciones era sacarle las dos ruedas a la bici para hacerla más angosta y así poder cargarla en la proa del bote. Nuestras piernas irían entre el bote y el cuadro de la bicicleta y el resto del equipo distribuido en diferentes bolsos estancos para que nada se mojara. Todo, salvo nosotros, tenía que estar bien atado y sujeto al packraft por si en algún momento nos íbamos al agua. Perder algo, por mínimo que sea, podía convertirse en un gran dolor de cabeza.
Cómo poder describir con palabras esas primeras sensaciones donde nuestras caras y silencios lo decían todo. Un verde río nos llevaba sin demasiada prisa pero a buen ritmo entre el bosque andino patagónico de lengas y ñires. Las curvas que le dan el nombre a este serpenteante curso de agua se repiten de izquierda a derecha cambiando todo el tiempo el paisaje. Lo que hasta hacía unos minutos era tensión y preocupación ahora era calma y felicidad. Por momentos algunos movimientos torpes de nuestra parte nos hacían abrir los ojos para no perder el equilibrio pero todo estaba bien. Muy bien.
Estábamos lejos del Santa Cruz pero esa distancia solo existía si la pensábamos en kilómetros. Estas mismas aguas que bajaban desde las montañas nevadas y el campo de hielo continental en algún momento iban a llegar por este mismo río hasta el Lago Viedma para luego continuar por el Río La Leona hasta el Lago Argentino para finalmente llegar al Río Santa Cruz y terminar después de 385 largos kilómetros en el océano Atlántico. Pensar que cada partícula de cada gota que nos salpicaba iba a terminar al igual que nosotros en el mar, era algo que nos sacaba de escala y volaba la cabeza, era algo tan loco como real. Ya estábamos compartiendo un libre y largo camino hasta el mar. El camino del agua.
Pasamos unos días más en El Chaltén a la espera de que el pronóstico nos marcara una ventana de buen clima. La ventana se abrió y por fin ya teníamos un punto de partida en el calendario. Decir que esas pocas horas que pasamos en el Río de las Vueltas nos habían dado la experiencia necesaria para hacer lo que estábamos a punto de hacer sería una mentira casi tan grande como el Fitz Roy. No estábamos más preparados que antes ni remábamos mejor. Estábamos muy lejos de saber “leer el rio” para anticiparnos a todo lo que nos podía pasar, pero confiábamos en que ya íbamos a tener tiempo para poder conocernos y entendernos.
Para jugar en la naturaleza hay que conocer sus límites, aprender sus reglas y saber improvisar para conocer hasta dónde somos capaces de llegar. Si hubiésemos esperado a que todo sea perfecto hoy no estaríamos acá a punto de empezar el camino del agua, de los Andes al mar.
Daniel
Que lindo eso de ser gota de agua y fluir…. y en que cauce!
Imagino un viaje intenso, uno piensa ” que paz…” pero una vez arriba del bote, cada curva del rio debe ser una incognita y en un medio donde no nos movemos muy bien…
Te mando un abrazo…!!!
Andrés Calla
Es todo eso que decís Daniel. Una sensación ambigua que el principio puede resultar algo incómoda pero se termina transformando en un equilibrio muy amigable con la incertidumbre. No sabés que es lo que puede llegar a venir pero vas aprendiendo con cada curva o dificultad nueva como afrontarlo. Se puede decir que es algo muy parecido a la vida jeje Un fuerte abrazo! Andrés
Paola
Andrés, cuando ustedes deciden intercambiar papeles lo hacen de maravilla, mira como escribes y mira ¡LAS FOTOS!!! de Jime en Croacia, definitivamente cuando haces lo que te gusta todo fluye en armonía.
Andrés Calla
Hola Paola, muchísimas gracias! Definitivamente es así como decís vos, cuando le dedicás tiempo a algo que te gusta fluye como el agua. Quizás tarda o cuesta un poco más al principio, pero fluye 🙂