Instantáneas de 230 kilómetros

Gualeguay y el hogar.

Cruzamos la puerta y el abrazo de hogar nos enlazó. Ahí estaban ellos con sus expresiones vívidas: ella y su mirada de mar, él un capitán al timón. La casa de frente y espalda blanca es un museo de recuerdos de dos infancias: la rosa en el jarrón representa a N, la guitarra en un rincón a F. Hay fotos de ellos guardadas en cajones, hay retratos en blanco y negro, hay más fotos en estantes y muebles del living.

El mate gira siguiendo el sentido de las agujas de un reloj que se detuvo en el tiempo. Aprovechamos para viajar en sus memorias de familia unida porque hoy los cuatro son dos: N ya tiene 34 años y vive en Bariloche, F tiene 37 y está en Estados Unidos.

Subimos las escaleras y pasamos a habitar un dormitorio con ventana al jardín, biblioteca de madera y peluches sentados en la alfombra. Sobreocupamos el placard y sentimos la cama cómoda. La ducha caliente se convierte en un momento de comunión después de cuatro días de caminos invisibles y la cena es un pretexto para escuchar acordes de viola criolla. Anoto en mi cuaderno: “aunque mi casa esté lejos a ella la siento madre”.

Los viajes y las distancias.

Los espacios que quedaron vacíos allá y acá.

Los mil hogares que uno vive como propios (al menos por un rato).

El comienzo de un día con costumbres de familia circunstancial pero íntima.

Gualeguay y el río.

Si la cordillera es el palpitar de la Patagonia, el río es el alma del Litoral. Es un lugar de tránsito lento y pausado: el punto de encuentro de pescadores que hallan en la costa su espacio en el mundo.

Cuando vamos hacia Puerto Ruiz los perros están acostados en la calle durmiendo su siesta. El silencio es finito y el día cerrado y gris. Vemos a B pensativo y concentrado en su caña. Para él estar acá es el escape de su rutina. Le gusta sentir cuando la tanza tira. Le gusta el mate de media tarde calentado en su pava gastada. Le gusta no tener señal de celular y desconectarse para conectarse.

Los viajes y las pasiones.

Lo que nos lleva a mover nuestros pies.

El hombre y su cara limpia cuando el mundo real tiene sonido a pájaros de penacho rojo.

El fin de un día con una historia más para contar.

(caminos de transición)

Desde donde estamos se abren cientos de caminos. No saber qué ruta tomar a veces molesta: si seguimos para el oeste entramos en ciudades grandes, si vamos por el centro nos perdemos de la costa, si continuamos por el este no conocemos esos pueblos entrerrianos que conservan su identidad. Después de varias idas y vueltas decidimos pedalear hacia al río Uruguay.

Hacemos algunos kilómetros de asfalto, pero también tomamos caminos pedregosos y arenosos. Atravesamos aldeas alemanas. La primera se llama San Juan y las casas están pintadas de celeste, verde y bordó. Hay rosas amarillas y rojas y una iglesia de juguete con cúpula verde. Mientras escuchamos a unos perros que ladran gallinas le preguntamos a un policía si hay algún mercado abierto, pero su expresión lo dice todo: debemos hacer unos 15 km para llegar a la próxima aldea.

Cuando llegamos a San Antonio todo está cerrado. Los tiempos de los negocios tienen ritmo de domingo y esperamos dos horas para comprar fideos. Tendemos la carpa detrás de una estación de servicio y conocemos a I, el encargado. De mates pasamos a empanadas fritas, cerveza y un ida y vuelta sobre los proyectos que quedaron guardados en un cajón y que esperan levantar vuelo.

Los viajes y los sueños.

Lo que no hacemos por miedo al miedo.

Los ojos iluminados cuando la conversación se convierte en una ventana donde vemos eso que nos gustaría ser.

La falsa creencia de que lo seguro siempre va a estar ahí.

Concepción del Uruguay y los reencuentros.

Septiembre de 2013, plaza de Cafayate. Nuestra valija de postales y señaladores servía como anzuelo para los encuentros espontáneos. Ahí estaban ellos conociendo el Norte y ahí nos cruzamos, sin saber que años después la bicicleta uniría otra vez nuestros dos mundos.

M nos mira sorprendida: no puede creer que estemos acá, en su casa y junto a su familia. Vamos hacia el río, navegamos en velero, conocemos palacios con historia y su calendario se revoluciona.

Los viajes y las conexiones.

Lo que significa nuestra historia para otros.

Lo que los otros significan para nosotros.

El regalo del estar presente.

Concepción del Uruguay y el coronel.

“Están en las tierras del Coronel”, nos dice A con orgullo. Justo José de Urquiza, gobernador de la provincia de Entre Ríos y primer presidente constitucional de la Argentina, es recordado en calles, clubes, cafés y estancias. A 30 km de Concepción llegamos al Palacio San José donde el General vivió los últimos años de su vida.

Arcadas y columnas toscanas. Estatuas de Napoleón, Hernán Cortés, Julio César y Alejandro Magno. Pajareras y fuentes. Patios con parras y honores. Una capilla erigida con permiso del Papa Pío XII. Obras de artistas. Un lago artificial en el que caprichosamente mandó a construir un barco para navegarlo. Jardines que representan su personalidad. Arquitectura que simboliza la construcción del Estado Argentino.

Santa Cándida, otra de las residencias de Urquiza, es una casona que pocos conocen. Su estilo es italiano y tiene ventanales que miran al río. Pisos de mármol y muebles que si pudiesen hablar develarían cientos de secretos. Espejos gigantes y antiguas arañas. Largas escaleras de madera. Hectáreas que alguna vez fueron testigo de momentos de ebullición en nuestro país.

Los viajes y la historia.

Lo que uno no conoce de su tierra.

Los orígenes que explican el porqué de lo que somos.

Lo que uno puede vivir en tan pocos kilómetros.