La vida simple
5 de marzo, 10:35 hr. Siento la bici liviana, a pesar de sus casi 20 kilos. Pedaleamos por una ruta de asfalto, y mientras los autos pasan rápido, yo voy más lento que lo normal como una manera de volver a conectar con el ritmo pausado de la bici. Le sonrío a quienes manejan y me devuelven el saludo con pulgares y brazos arriba. Frenamos a hacer compras: un salame, un queso de cabra, dos botellas de agua. La gente nos mira: siempre me da la sensación de que así vestidos y con las bicis cargadas parecemos dos extraterrestres. Doblamos por una calle de tierra y encaramos para el camino de Candonga.
14:30 hr. El calor es como el vaho de un sauna y las pocas brisas que soplan son un fuego. A pesar de eso (que poco importa después de un año de no movimiento), el camino zigzaguea entre las sierras chicas. El paisaje es tierra, piedras y monte. Vemos algunas casitas desparramadas por el valle y cuando doblamos hacia la izquierda, aparece un arroyo que larga un vientito frío que nos refresca entre tanto verano. Por la altura del sol hay muy poca sombra, y cuando la encontramos, la aprovechamos para descansar y tomar agua. Aunque el camino baje, suba y vuelva a subir, nos sentimos a gusto. Frenamos en Candonga, al lado de una capilla que es reliquia de la época colonial, y sacamos de los bolsos el pan casero, el queso de cabra y un tomate. En el árbol que está justo encima nuestro reconocemos una catita serrana chica y al lado, un nido de cuatro entradas hecho con ramitas y espinillos. Desde adentro otra catita, con su cabeza verde brillante, nos mira el almuerzo.
15:22 hr. Salimos de Candonga y el desafío es esquivar piedras. Subimos hasta estar a la misma altura que todas las sierras que están alrededor. Cuando mi cabeza deja de estar en las piernas, me pongo a pensar en cuánto naturalizamos el movimiento cuando pasamos mucho tiempo de viaje y en lo que pasa cuando parás por un tiempo y volvés: te das cuenta que el placer del movimiento es una necesidad. Escuchar pajaritos, mirar vacas porque sí, jugar con los nombres de los árboles y las flores. Yo lo llamo: el regreso a una vida simple.
[no sé el horario] El sol sigue siendo un fuego. Seguimos subiendo y las curvas y contracurvas son cada vez más sucesivas. El camino se vuelve cada vez más solitario y verde, hay nubes grandes y pomposas, aparecen más caballos y más vacas y más sierras onduladas y más altura. Las piernas ya no quieren ninguna cuesta más. Vamos 35 kilómetros y sabemos que después de esta subida constante de 6 kilómetros, empieza la bajada hasta un río. Ahí mismo y al lado de un fogón, acampamos.
6 de marzo, no sé qué hora es. En el movimiento el tiempo se disuelve. Hoy me levanté de la carpa en sombra, todavía el sol no iluminaba ni el río ni la sierrita que tenemos en frente. Me gusta la lentitud de la mañana cuando ni siquiera los pájaros están despiertos. Aprovecho para sentarme en una piedra y leer “Mi Montaña” de Eider Elizegi y ella también, en su diario, repiensa al tiempo mientras pasa un verano en un refugio en el Mont Blanc.
Escribe: “los días se suceden sin distintivos, se visten con la misma ropa, transcurren homogéneos aunque improvisen sobre la marcha los detalles mínimos que los caracterizan. Ayer fue un día igual a hoy, y mañana será otro día similar que solo se diferenciará por la forma que adquieran las nubes y la nieve, y por la manera en la que se desenvuelvan sus sucesos cotidianos”.
Eso es lo que siento cuando estamos en movimiento: los días pasan, el clima es lo único que cambia, y a veces, nuestras sensaciones. No sucede ningún hecho extraordinario más allá del paisaje y del asombro por la naturaleza que vamos descubriendo. Quizá por eso ya no digo “nos vamos de viaje” o “volvemos a viajar” si no “volvemos al movimiento” porque el viaje, como algo extraordinario, ya no lo es para nosotros. El movimiento forma parte de. Es un hecho que va sucediendo. ¿Acaso siempre tiene que pasar algo para escribirlo, para vivirlo? Porque si solo nos detenemos en las excepciones, ¿quién escribe la voz de las mañanas, los misterios de las sierras, la profundidad de los arroyos? Retratar la sutileza de las aves, conocer sus nombres, detenerme con el tiempo al costado del camino. Eider lo dejó todo para relatar montañas. Yo, naturaleza.
El movimiento también es esto: armar la carpa a las cinco de la tarde porque el lugar te gustó, tomar unos matecitos con pan con miel mirando el atardecer, detenerte en el medio del camino porque te llamó la atención un pájaro, frenar en una curva para escribir, cocinar fideos a la luz de una headlight, salir de la carpa solo para ver bichitos de luz, mirar el cielo y quedarte con una foto mental de la vía láctea, ver las fotos del día como una manera de revivirlas, descansar con la brisa del viento hasta el próximo amanecer
Cerca de las 13:30 hr. Desde donde estamos no llegamos a ver por dónde sigue el camino. Se pierde entre pastos altos y árboles bajos. Pedaleo atenta para esquivar los bichitos que quieren cruzar el monte de lado a lado. Hoy el sol no sofoca tanto como ayer, si bien está fuerte, se camufla con el viento. Veo tres caballos juntos tomando agua y un cuarto moviendo la cola y relinchándole a otro que no sé dónde está. Lo escucho, subo con los ojos por el cerro de enfrente y no lo veo. Al ratito se deja ver cuando camina abriéndose paso entre piedras enormes. Vuelan mariposas blancas entre los plumeritos que escoltan el camino. Hasta ahora solo pasaron tres motos y tres ciclistas. El suelo sigue roto, por momentos la tierra es piedra lisa y surcada. A esta hora, suele nublarse. Y cuando levanto la vista, ya van llegando las primeras nubes.
Cerca de las 18:30 hr. El camino se agrieta cada vez más. Hay surcos y piedras de todos los tamaños que nos obligan a pedalear con cuidado. A pesar de esto (que no es más que una característica y no una complejidad) estamos fascinados con el paisaje. A medida que avanzamos se vuelve más verde, hay tramos de monte cerrado y túneles de árboles como pasadizos secretos. También hay valles profundos y simétricos. Hoy vi grillos saltando de un lado a otro, una familia de langostas, mariposas amarillas y verdes y blancas, un pájaro de cola larga y un bichito de tres alas que hace el mismo sonido que un teléfono antiguo (de esos que había que poner el dedo en una ranurita para discar un número). La luz dorada sobre los cerros y la ciudad iluminada de lejos fueron el punto dulce de un día de 35 kilómetros. Respiro profundo y suspiro: es un acto inconsciente y espontáneo que me nace solo cuando me siento plena.
7 de marzo, casi las siete de la mañana. Me despierto con ganas de hacer pis y lo tomo como excusa para levantarme y ver el amanecer. Entre penumbras, veo claros de agua que ayer no se dejaban ver y algunas lucecitas encendidas de la ciudad de Córdoba muy muy lejos. Lo despierto a Andrés y aprovechamos para sacar algunas fotos. Aprovecho para recibir al sol con el pecho abierto, receptivo. Desayunamos pan con miel y frutas, y todo es tan simple, todo tan armonioso. Todo tan. Empezamos a pedalear con el sol bien alto y pegajoso, por suerte este último tramo es en bajada. Vemos autos estacionados y un cartel que dice “Reserva natural”. Entramos. Llegamos a una playa de piedras y a un río con tres cascadas. Es la primera vez en no sé cuántos años que me meto en un río cordobés y cumplo mi objetivo de terminar esta travesía con el cuerpo bajo el agua. Al rato volvemos a pedalear y volvemos a frenar en otro río. Encuentro dos piedras, una al lado de la otra, y me siento. Hago la plancha, sumerjo la cabeza, me siento, me paro, me voy a la costa, me paro, vuelvo a las dos piedras, me siento. Me siento. Contemplo la calma de un día liviano. Todo, en este viaje, lo fue. Y así me siento: como el río ondulándose flexible sobre las piedras, como el monte cuando es sombra para los pájaros, como la brisa que corre debajo del puente y me suaviza la cara.
Walter (Elgringo)
Excelente!
La Vida de Viaje
Gracias! Un abrazo