Río Santa Cruz (2): la calma
Día 2
En el río Santa Cruz las mañanas son transformadoras. Pasamos del sueño a la vigilia y del calor de la bolsa de dormir al frío que se siente en las manos y en los cachetes. Se respira aire fresco, silencio. Dormimos bien, bajo techo y al reparo del viento; una excelente manera de empezar el día y más cuando no tenés ni idea de a dónde ni de qué manera vas a volver a dormir.
Afuera todo es calma. Adentro solo se escucha el fuego del calentador poniendo a punto el agua para el desayuno. Saco de mi mochila un poco de torta de manzana que traigo desde El Chaltén. El polvo marrón se transforma en café y el azúcar de la torta en calorías que activan nuestro cerebro aún dormido. Somos tres pero hay dos tazas. Yo tengo la mía y los chicos comparten una. En cuestiones de aprovechar espacios y optimizar pesos hay miles de consejos y este puede ser uno. Polémico y cuestionable para quien les habla porque para mí un buen café calentito entre las manos es casi religioso por las mañanas, pero bueno, cada viajero tiene sus propias mañas a la hora de preparar el equipo.
Las palabras van y vienen y ya son parte de la foto de esta mañana fría. Mientras revisamos el GPS y las anotaciones sobre lo que ya hicimos, aprovechamos para conversar sobre las sensaciones del primer día. Los tres coincidimos que resolvimos bien las situaciones que se nos presentaron, pero hay que estar muy atentos. De un momento a otro el río te pone a prueba y no la podemos cagar.
Afuera el sol y adentro el café. Vamos levantando temperatura a medida que pasan los minutos y como el agua acá no es un problema, nos damos el lujo de tomar una taza más.
Estamos tranquilos y sin apuros. Acá los únicos que corren son el viento y el río.
Parte del equipo durmió afuera y con el viento de la noche casi que todo está seco. Mientras ordenamos las bolsas de dormir, los aislantes y la comida; el sol se encarga de hacer su trabajo. En estas latitudes y sobre todo a esta hora, ponerse las botitas de neoprene húmedas es todo una epopeya y si lo podemos evitar, mejor.
Viajamos con lo justo y necesario, sin embargo el equipo fotográfico no se negocia. Son tres las cámaras, un trípode, seis lentes, ocho baterías y doce tarjetas SD. Acá es donde se mezclan las pasiones con el trabajo que buscamos inventarnos para sentirnos libres. Libres aunque sea solo por un tiempo, el tiempo que dure el viaje o el tiempo que respiremos naturaleza y aire puro.
Con todo listo volvemos al río y el día no puede ser mejor. Casi que no hay viento, el sol nos acompaña y las nubes son pocas. Objetivo del día: la estancia abandonada Lubeck. Debemos volver al cauce principal del Santa Cruz porque ayer, para llegar al refugio donde hicimos noche, tuvimos que meternos en una especie de delta.
Como casi no hay corriente toca remar. Avanzamos lento. El poco viento que sopla lo tenemos medio de costado y en contra, y eso nos demora bastante más de lo que pensábamos: si así nos cuesta remar, con un viento de verdad sería casi imposible estar en el agua y no tendríamos ninguna chance de tener el control del bote.
La naturaleza no se apresura y sin embargo todo sucede. Cada estrato o línea que se dibuja en los paredones que bordeamos es un viaje en el tiempo. Cada una de esas capas es el resultado de un proceso de sedimentación de miles de años del cual hoy somos parte y testigos. En algún momento estas tierras estuvieron bajo el mar y hasta alguna vez existió un glaciar que lo cubrió todo. Hoy es estepa y el río Santa Cruz sigue dibujando con su trazo firme las costas y paredones que lo acompañan desde la cordillera hasta el mar.
Al otro día ya nos sentimos parte del paisaje. El ayer quedó mucho más que a 30 kilómetros y hoy todo se siente a otra velocidad. No porque el río baje más lento sino porque nuestras cabezas ya no corren con sus miedos más rápido que el río.
Cerca de las 5 de la tarde estancia a la vista. Hasta acá llegamos por agua. El pronóstico nos marca que en cuestión de horas va a empezar a soplar el viento así que decidimos buscar un reparo donde poder armar carpa y pasar la noche.
Llegando a la costa hay infinidad de plantas de rosa mosqueta y nos cuesta bajar. Los botes inflables no se llevan muy bien con las espinas y tenemos que estar muy atentos para no pincharlos. A eso se suma que el galpón de esquila que vimos desde el río está a 1 kilómetro y no nos queda otra que caminar. ¿Bici o bote? ¿Qué llevamos primero? La respuesta es unánime: ¡lo que se pueda llegar a volar!
La distancia entre el río y el posible “hogar” de la noche es mucha y hay que aprovechar cada viaje. Cargamos el equipo como podemos, apoyamos el bote en la cabeza y mientras tanto jugamos a ser equilibristas con el viento.
Cada tanto me doy vuelta para ver cómo viene Sol. Mi metro setenta y cinco me ayuda a que el bote no se arrastre contra el piso y ella viene luchando con sus centímetros de diferencia. Escucho que cada tanto el bote roza el suelo, pero cuando le quiero dar una mano su respuesta siempre es un “No, yo puedo”. ¡Y claro que puede! Lo que le falta de músculos o altura lo compensa y duplica con su cabeza y personalidad.
Nunca habíamos viajado juntos. Hasta este momento habíamos compartido más cervezas que travesías y reconozco que tenía mis dudas sobre si ella iba a poder con esta travesía. Todas estas dudas quedaron hace rato en el fondo del río Santa Cruz.
El viento en altura desparrama las nubes y pinta el cielo. Ya estamos por llegar al galpón donde tenemos pensado pasar la noche y a simple vista se ve bastante bien. En la estepa cualquier reparo siempre es la mejor opción y más cuando el pronóstico del clima anuncia que en pocas horas el viento está por llegar con su fuerza de más de 80 kilómetros por hora.
Ponemos las ruedas en su lugar y ahora sí las bicicletas vuelven a ser bicicletas, pero aunque estén listas para andar van a tener que esperar. Ya son cerca de las 6 y no nos queda mucho margen para avanzar. Este viejo galpón de esquila en el medio de la estepa es la única y mejor opción para armar la carpa. Mañana y con mucho viento a favor vamos a tener tiempo para pedalear.
Los botes ya están a salvo del viento y los trajes secos ya están colgados. El poco apuro que teníamos para llegar hasta acá es historia y solo resta disfrutar de lo que queda del sol entrando por las ventanas del galpón. La luz se vuelve perfecta para las fotos y la simetría de las vigas de madera contrastando con la chapa le da el toque que le faltaba a una imagen de por sí diferente: tres botes amarillos descansando en el medio de la Patagonia en un viejo galpón de esquila abandonado.
Un mate siempre es un mate. No tenemos el nuestro, ese grande y lindo de madera tallado a mano que por cuestiones de peso quedó en El Chaltén, pero tenemos la tapita del termo y una bombilla. Mates cortos que se lavan rápido ponen en peligro el cálculo de yerba que hicimos para las 2 semanas de travesía… pero qué más da, el momento ideal para yerbear es este. Ahora, y con amigos.
Cuando la espera se convierte en un momento perfecto para pensar siempre es bueno tener una ventana cerca. Miro las viejas y abandonadas construcciones que siguen en pie y es imposible no jugar con la imaginación pensando en cómo era la vida por estos pagos cuando la estancia aún estaba viva.
Mientras siguen corriendo los mates, el sol se va por el oeste. La luz empieza a ser poca y todo se va poniendo oscuro. Es en estos minutos donde la noche le empieza a pedir permiso al día que nosotros elegimos no romper la calma con las linternas. Es en este tipo de viajes donde uno empieza a sentirse de vuelta en equilibrio viviendo al ritmo del sol y de la luna. Lejos de las pantallas y las lucecitas de colores.
La foto de los tres antes de entrar al río nunca existió. Por la vorágine de empezar la travesía nos olvidamos de esa foto tan simbólica que tienen todos los viajes. Recién terminando el segundo día pusimos la cámara en modo autorretrato y con esta foto tildamos ese pendiente. Nuestras caras están un poco más curtidas por el clima, las pocas horas de sueño y el cansancio del día, y no son las mismas que cuando empezamos, pero qué importa. Los tres sabemos bien que cuando estas caras llegan es porque estamos donde queremos estar, haciendo lo que queremos hacer.
…sin embargo al ver en la primera foto nuestras caras serias algo no nos cerraba. Si estamos donde queremos estar haciendo lo que queremos hacer… ¿por qué las caras serias? Hay como una especie de virus que se contagia entre los “aventureros y exploradores” que hace que a la hora de sacarse fotos todos tengan caras duras y rústicas. No podíamos quedarnos con esa puesta en escena tan ajena a nosotros. Acomodamos de vuelta el trípode y nos sacamos la foto que queríamos llevarnos como recuerdo.
Edgardo
Con mi esposa pasamos unos días por El Chalten. Hermoso lugar al que algun dia pensamos volver. Tus fotos me volvieron a llevar por un instante a ese lugar. Hermoso relato de tan espectacular aventura. Los felicito. Abrazo enorme desde San Lorenzo (Santa Fe)
Andrés Calla
Muchas gracias Edgardo! El Chaltén es un lugar al que se termina volviendo siempre…. esa es la atracción mágica que tiene la montaña. Te mandamos un fuerte abrazo!
Luis
Andres, mis saludos de Brasil! Espetacular su relato!
Andrés Calla
Hola Luis, muchas gracias 😉 Saludos desde la fría y ventosa (pero hermosa) Patagonia!