En la Patagonia dormía
Mis pies están fríos. El fondo de la bolsa de dormir parece un túnel subterráneo con estalactitas. Nunca logro que la temperatura llegue a mis extremidades, ni siquiera después de unas largas horas de sueño. Y lo padezco, claro. Mientras los sacudo de forma esquizofrénica para que entren en calor, me acomodo como puedo. Este metro cuadrado que tengo para dormir, se convirtió en mi único refugio desde hace meses: tiene un piso de lona negra, cuatro tirantes, un cubre techo naranja, un techo gris perla, bolsillos en sus esquinas y cuatro mosquetones que me sirven para improvisar tenders. También tiene mosquiteros que me hacen olvidar de esos insectos voladores que a veces logran obsesionarme con sus sonidos hasta el punto de quedarme despierta solo para exterminarlos por atrevidos. Por suerte donde estoy ahora, no apareció ni uno. Solo algún que otro bicho raro que vuela en círculos y se despide sin avisar.
Viajo por el sur de la Patagonia argentina. La región de rutas extensas, anchas, enripiadas, solemnes y míticas. A medida que la conozco su impronta me deja una huella en la memoria. Exploro sus caminos, cruzo ríos, subo cuestas, freno más de una vez en la estepa y su vacío me llena. La recorro en bicicleta porque así alcanzo a oír hasta sus latidos. Lento y a mi ritmo, la vivo con la misma intensidad y éxtasis que siente un pionero al salir a conquistar un territorio nuevo.
Los caminos australes son la prueba de fuego de la paciencia, son el hazme reír de los que quieren volar en lugar de caminar: el ripio ralentiza los planes y el viento desacelera los pasos con la fuerza de sus soplidos. Escucho a muchos decir “en el sur no hay nada” y es en ese instante cuando recuerdo que no todos tenemos la misma sensibilidad ni los mismos estándares de belleza.
De día, el movimiento. De noche, la soledad. Subo el cierre de la bolsa de dormir hasta la altura de la nariz, bajo los párpados y al segundo los vuelvo a abrir. El frío se mete entre las costuras de la carpa, se filtra en la bolsa y un estornudo retumba en mis tímpanos. Escucho que el techo se embolsa y siento la tensión de los vientos. No hay manera de acostumbrarme a este dios del tiempo: frena mi andar con el sol, frena mi reposo con la luna. Respiro lento para que mi cuerpo relaje sus músculos y el ciclo del sueño vuelve a empezar.
Plap, plap, plap plap plap. No, no quiero abrir los ojos otra vez. Si me acosté con el cielo estrellado, ¿puede ser que ahora se esté largando a llover? No sé qué es lo que me sorprende si sé que la Patagonia es así. Ciclotímica como mujer, con sus mismas curvas y exacto carácter. Es la región más impredecible de todas, la más extrema y hasta me atrevo a decir la más caótica.
Mantengo los ojos cerrados mientras hago un paneo mental de lo que dejé en el ábside, la antesala de la carpa donde cocino y guardo el equipo: la cocinita en su estuche, la olla donde preparé unos fideos a la izquierda, la sartén donde calenté la salsa de tomate a la derecha, las zapatillas arriba del petate, el tenedor y la cuchara sobre el suelo. Las alforjas que dejé sobre la bici están bien cerradas, sí, puedo dormir tranquila que nada se va a mojar.
Plap, plap plap, plap plap plap plap. Las gotas retumban en el techo como el sonido de los dardos cuando se lanzan al blanco. Esta noche el blanco del cielo es mi carpa, pero parece que hoy no tengo suerte porque mi dardo-sueño se me resbala de los dedos.
Me pongo en posición fetal para ver si logro conciliar el sueño, pero el aislante no me aísla de una piedra que está justo debajo de mi muslo derecho. Vuelvo al mismo punto de partida: nariz hacia el techo y espalda recta en posición de sarcófago. No, no puedo dormir así, me da claustrofobia pensar en sarcófagos. Dibujo una ve corta con las piernas y mi cuerpo se afloja. El cielo se calla. La estepa se enmudece. Acampo detrás de una montaña de pircas negras a pocos metros de la ruta. Este fue el único lugar que encontré antes de que se ponga el sol. Alrededor de mi casa-carpa hay pastos altos color ocre y piedras del tamaño de carozos de aceituna. La única piedra más o menos grande de todo este campo patagónico está debajo de mi muslo derecho, en esto sí tengo una puntería admirable.
De repente oigo algo que cruje a lo lejos, pero el sueño pausa mi consciencia por unas horas o minutos o segundos. Mi noción del tiempo se dilata o se contrae, caigo en un limbo que me anula la percepción.
Despierto con palpitaciones. Mis ojos saltan de un lugar a otro sin poder quedarse quietos en ningún lugar, no logro agudizar mis sentidos para que jueguen a mi favor. La adrenalina me sube por el cuerpo y me hablo en voz baja para no entrar en pánico. Tomo un poco de aire mientras mi frente empieza a brotarse de agua, algo que no puedo evitar cuando me siento en peligro. Después pego un grito o me pongo a llorar, pero ahora no me permito tener ninguna reacción, trato de contenerme como puedo. Me siento y saco los brazos de la bolsa de dormir tan despacio que mi piel no llega a sentir la transición calor-frío. Me refriego los ojos. Estoy tan dormida que no distingo si esto es realidad, sueño o invento de mi imaginación. Escucho pasos que avanzan y paran. Avanzan y retroceden. Avanzan y avanzan. Imagino mi carpa desde afuera y no, no hay manera de que alguien la vea, está camuflada en la mismísima naturaleza. La noche está cerrada como cuarto oscuro y nadie la alcanzaría a ver. ¿Habrá pasado un auto mientras dormía?
Me hubiese despertado el ruido del motor o el de los neumáticos resbalando sobre la ruta, supongo. Intento descifrar el ritmo oculto de esos pasos: uno, dos, uno, dos, tres. Ese tres es el que me desconcierta. No existen en este mundo hombres ni animales de tres patas, pero sí pueden encontrarse en el universo paralelo que crea mi cabeza que es inmensamente grande cuando quiere. Construyo ficción con guiones tan verídicos que a veces los confundo con la realidad (y a veces llego a la conclusión de que mi ficción es más real que la realidad misma, pero no, no quiero pensar en eso en este momento).
Seguro que no llego a distinguir a esa cuarta pisada por las voces que sacuden mi cabeza como esas esferas de vidrio que al agitarlas mueven bolas de nieve que caen sobre casitas con techos rojos. Tenía una así sobre mi mesita de luz cuando era chica. Si no me podía dormir miraba la esfera y me imaginaba cómo sería vivir en un lugar de suelos y cielos blancos. Al rato me olvidaba del frío, de las casitas y de mis fantasías abrigada por el calorcito de un acolchado de flores rosas y blancas.
Escucho algo. ¿Qué hora es? Agarro el reloj y veo que son las cuatro. Mañana quiero pedalear 50 kilómetros para llegar al paraje Bajo Caracoles, pero con este juego enigmático no voy a llegar ni a los 10. Viajando en bicicleta las horas de sueño son sagradas, y si el cuerpo no descansa bien, al otro día las piernas se sienten como dos plomos.
En la Patagonia hay un dicho que dice “quien se apura pierde el tiempo”, pero esas precisas y poéticas palabras, que no sé por qué mierda se me vienen a la cabeza en este momento, me sirven como leitmotiv solo durante el día. Ahora quiero apurar el sueño y lo único que se me activa es este mecanismo de defensa en el que divago por las nubes para que mi atención se olvide de mis monstruos y se enrede en ideas y palabras que no tienen nada que ver con lo que estoy viviendo.
Tlaaannggg. Mi corazón entra en modo taquicardia. Algo rozó el viento de la carpa y se escuchó un ruido similar al de un cable con tensión eléctrica. Rezongo con los dientes apretados. Me da terror pensar en salir y ver qué pasa afuera. También me da terror encender el farol. Escucho unos pasos más atrás. Sigo el movimiento con la cabeza: uno atrás de la carpa, otro enfrente. Si llega a ser un puma, muero de un paro cardíaco. Relinchan: son caballos. Relincho raro, pero relinche al fin. Son los malditos animales salvajes que andan dando vueltas por ahí en horarios poco normales. Ya lo sé, ellos no tienen la culpa y la intrusa soy yo, pero estoy sufriendo desde hace horas y recién ahora, a centímetros de mi carpa, se dignan a relinchar.
Mientras caminan, sus pisadas alimentan otro de mis grandes temores: que se tropiecen con los vientos, caigan arriba de mi carpa y yo muera aplastada. Imagino los titulares en los diarios: “Viajera muere asfixiada por caballos que no la vieron”. Qué horror. No soy creyente, pero le rezo a los santos y a los ángeles para que estos gigantes se alejen galopando lo más rápido posible. YA, que se vayan YA. La noche se está haciendo larga y lo único que quiero es dormir profundo durante un par de horas, nada más. No entiendo qué era lo que me fascinaba de las películas de terror cuando tenía 10 años, las veía de noche con las persianas bajas y las luces apagadas. Hoy, con 30, entro en un ataque de pánico cuando la oscuridad y yo nos encontramos a la misma hora y en el mismo lugar. Y eso es lo que estoy viviendo ahora: el animal, el hombre y la noche en un mismo y milimétrico espacio; ellos haciendo de las suyas, yo queriendo tener turbinas en las esquinas de la carpa para levantar vuelo y viajar hacia cualquier otro lugar.
Abro los ojos en slow motion mientras el techo se ilumina con una suave luz naranja. Pestañeo despacio, bostezo profundo, estiro los brazos y los pies, bajo el cierre de la bolsa, me siento, agarro el pólar, abro la carpa, me ato las zapatillas. Salgo con el equilibrio dormido. La estepa me saluda con un calorcito atípico mientras las piedras humean el vapor de las gotas de escarcha. La carpa amanece tan mojada que me da frío mirarla. Mientras prendo el fuego para calentar agua, aparece en mi cabeza la imagen borrosa y ruidosa de unos animales moviéndose de un lugar a otro, pero el eco de sus sonidos dura poco en mis oídos. “Patagonia”—me escucho decir— “No sé si sos vos la que me hace soñar, o si sos la que convierte mis sueños en una realidad”.
*Este relato está ficcionado, eso quiere decir que tiene una cuota de realidad y otra de imaginación. Nunca viajé sola por la Patagonia, pero sí pasaron caballos cerca de la carpa que me hicieron flashearla (y que inspiraron este texto).
Elsa
Hola Jimena, verdaderamente inspirador el escrito, no puedo evitar sentirme identificada en ciertos pasajes… la noche da vida a nuestros monstruos! He visto que no viajste sola por la Patagonia, pero crees que sería adecuado hacerlo? Estoy pensando en hacer la carretera austral sola, y sería mi primer viaje en soledad. Gracias por compartir todo esto. Un saludo
Jime Sánchez
Hola Elsa! Es así, la noche da vida a nuestros monstruos! Si bien no viajo sola, hay muchísimas mujeres que lo hacen. Así que si sentís las ganas de hacerlo y te gusta la bici, adelante! La Carretera Austral es un hermoso camino para pedalear y te vas a cruzar con muchisimos cicloviajeros y muchísimas cicloviajeras en el recorrido 🙂 Acordate de pasar por la guía que escribimos: https://lavidadeviaje.com/guia-viajar-carretera-austral-bicicleta/ y si necesitás apoyo en esto de planificar tu viaje, tenemos un curso online de acceso inmediato que te puede venir muy bien: https://lavidadeviaje.com/curso-online-viajes-bicicleta/ abrazo grande!
Conalforjas
Que maravilla. Y vaya fotos chulas. Que pena que la Patagonia esté tan lejos de España, es un destino al que le tenemos muchas ganas desde hace tiempo. Un saludo compañeros!
carlos
No puedo pretender no tener miedo. Pero mi sensación predominante es de gratitud. He amado y he sido amado; se me ha dado mucho y me he dado algo a cambio; he leído y viajado y pensado y escrito. He tenido una relación sexual con el mundo, el coito especial de escritores y lectores.
Por encima de todo, he sido un ser sensible, un animal de pensar, en este hermoso planeta, y que en sí ha sido un enorme privilegio y aventura”.
Esta reflexión es del neurólogo inglés Oliver Sacks, y tuve conocimiento de ella unos días atrás, es un poco triste no tener la capacidad de expresión como el pero comparto todo su sentimiento. Disfrutad de lo que hacemos es lo más real que vivimos. Un saludo
Jime Sánchez
Gracias, Carlos! 🙂 A veces las palabras son espejos, no son de una persona en particular, cuando las soltamos ya forman parte del universo y quien las necesita, las toma ♥ Abrazo enorme!
Nico
Hola Jime, felicitaciones y gracias por la historia! Hay posibilidad de que aparezca un puma acampando por esos lugares? Se que son animales que escapan, pero podría representar un riesgo dada tu experiencia o lo que te hayan comentado por ahí?
Jime Sánchez
Hola Nico! Muchas gracias 🙂 En casi 10 años de viaje jamás vimos un puma ni tampoco se nos cruzó uno. En general no están en las zonas bajas, así que tranquilo. Que tus ganas de acampar en lugares así no se vea frenado por esos miedos (confieso que los tuve, pero con el tiempo se fueron yendo!). Besos enormes